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El monólogo

La ausencia de Calderón en la apertura de sesiones, a más de ser un desacato constitucional, evidenció el divorcio entre los poderes y el colapso del régimen presidencial. Signó la esquizofrenia política y la parálisis institucional que nos ahogan.

El espectáculo monárquico montado al día siguiente en Palacio reprodujo el monólogo del antiguo régimen. Los invitados de hoy reemplazan el aplauso lisonjero de los parlamentarios de ayer y el duopolio electrónico provee, como siempre, su amplificador servil. Una restauración teatral del Estado.

Exhibió además el estado de sitio que nos degrada: la utilería armada que acompaña al Ejecutivo como una jaula para protegerlo de la ciudadanía. Se invitó a los legisladores genéricamente, pero a pocos se les aceptó. Los que decidieron presentarse para leer un escrito fueron golpeados: varías garantías constitucionales violentadas de un solo golpe.

El primer actor llama a una “alianza entre los que conformamos los poderes”, aunque a los parlamentarios no los escuche y físicamente los agreda. Es inverosímil que pretenda pactar con quienes se empeña en romper relaciones y ofrezca transformaciones que competen al Congreso. Salvo que nos estime personeros de los convidados que lo rodearon.

En olvido de la pesadilla sudada durante tres años, el mensaje fue remedo de una toma de posesión. Lo que informa es falso, banal y sin referentes. Recuerda aquella frase imperial: “Soy responsable del timón, mas no de la tormenta”. También, la picardía popular que le respondió: “No importa el tipo de cambio sino el cambio de tipo”.

Tono inconsecuente con la minoría política a que lo confinaron los electores. Absurdo convocar a un “cambio de fondo” desde un sitial vacío de autoridad. La palabra “dimisión” es equivalente a renuncia, aunque admite el matiz de “abandonar una cosa que se posee”. La solicité para poder formar un gobierno de mayoría que hiciera frente a la catástrofe.

El sexenio ya terminó y encallamos en un peligroso interregno. Insta sin embargo a “quitarle el freno al cambio” a quienes no se lo pusimos. La propuesta sería procesable si supiéramos qué quiere y no disfrazara tras ampulosas frases modestos ajustes y modificaciones “estructurales”—hermanas menores de las que instalaron la crisis.

El decálogo de ocasión es tan vago como equívoco. No ofrece mecánica de realización, que habría de transitar por un programa global consensuado y un conjunto de iniciativas concatenadas. Él mismo y su partido han rechazado durante un decenio las reformas institucionales y la sustitución del modelo económico que el país demanda.

Si ahora las aceptan, habría que precisarlas. Por ejemplo, si es un cambio de rumbo, ¿qué significa “lucha frontal contra el crimen en el respeto al estado de derecho”? ¿Acaso mantener el Ejército en las calles, contrariando la Constitución? O tal vez estableciendo una comisión de la verdad que desnudara las alianzas entre el crimen y el poder.

¿A dónde alcanza “una reforma política de fondo”? ¿Qué comprende “una nueva generación de reglas electorales” y “una mejor relación entre los actores políticos”? Las propuestas del 2000 no han sido adoptadas ni refutadas. El oneroso ejercicio de 2007 dejó sin aprobación más de un centenar de iniciativas fundamentales.

La legislación por goteo sería un suplicio de tóntolos. La tarea es integral y debe incorporar a la inteligencia y la sociedad. Propuse un debate urgente e informado para analizar las causas y posibles salidas del hundimiento económico. Su sede sería el Legislativo, quien debiera dictar después las transformaciones correspondientes.

La reforma del Estado exige de determinación y método. Bien encomendando el proyecto a una instancia especializada del Congreso, como había sido acordado, o bien convocando a una Asamblea Constituyente. Lo demás es vacua palabrería.

Diputado federal (PT)
Porfirio Muñoz Ledo

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