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Para esos que creen en el sistema electoral ¡Sólo el pueblo salva al pueblo!

Núm. 57 Verano de 2008
Una historia de mentiras y bufones disciplinados al poder
Juan Ramón Martínez León

La crisis que vive el Partido de la Revolución Democrática es la crisis del sistema de partidos y de la democracia representativa. Esta verdad, tantas veces repetida, expresa la crisis del sistema político que nos gobierna y, sobre todo, nos revela con crudeza a una sociedad sin ruta, anómica, atemorizada y desesperada, que una y otra vez vuelve a entramparse en los viejos liderazgos, cuyos fracasos han sido repetidamente probados por la historia. La gente no cree en nada y, sin embargo, termina entregándose a otro líder o caudillo emanado del sistema; son multitudes presas del control mediático que desinforma y hace de la violencia y la pobreza una telenovela de policías y bandidos que no tiene fin.
La descomposición política que vive México, como dice Evodio Escalante, “se ha vuelto una gran prisión sin concesiones, más dura y resistente que una piedra o una maldición”; el país como un apando gigante donde hay que encerrar a la bestia, a los miserables, a los despreciados y marginados por el poder y sus partidos. Las llamadas “fuerzas vivas” son masas dóciles encadenadas a las necesidades del hambre y del trabajo. La pobreza resulta un capital político que hay que administrar paternalmente hasta volverla un voto, con el que los jodidos “democráticamente” renuevan su lealtad a un poder que los ofende y los humilla.
Hoy más que en el pasado, el poder y sus aparatos representativos despojan a los ciudadanos de todo lo que habían conquistado; legitimados por el voto de los tontos, los políticos legislan más pobreza para los pobres y entregan cínicamente nuestra soberanía y sus riquezas a los imperios norteamericano y europeo. Soberanía y Nación para la clase política no significan lo mismo que para el pueblo mexicano, cuyo papel es la defensa de sus costumbres, su forma de vida, identidad, lenguaje, casa, historia y revoluciones, entre otras cosas, mientras que para la clase gobernante el significado está en el “desarrollo y el progreso” vieja cantaleta porfirista con la que han encubierto el despojo y el robo a la nación. Basta con ver al virrey enano cruzar los mares no sólo para rematar el petróleo, sino para organizar el retorno de la corona y hacernos súbditos del rey.
La nación aún no ha superado el trauma social que generó el fraude electoral del 2006. Los mexicanos no tienen confianza en un gobierno espurio y gris, entregado a la voracidad de los capitales multinacionales. Mientras miles de mexicanos salen del país en busca de trabajo, él sube el precio de las tortillas y los alimentos; mientras miles reclaman el respeto a sus garantías y la libertad de los presos políticos, el pelele se viste de militar y habla de guerra y de muertes necesarias. Es un pequeño hombrecito lleno de rencor y miedo que permanece a cientos de metros de la gente, rigurosamente vigilada. Con ese soldadito de trapo la violencia se ha instalado en México y ocupa todo el territorio nacional hasta el más alejado rincón zapatista, donde los militares y paramilitares hacen de las suyas solapados por el silencio y el olvido de todos nosotros.
En medio de la falta de representatividad de las instituciones del Estado, los partidos políticos tienden a adelgazar aun más su capacidad de relación y representación social en función de su dinámica interna de intereses. Su oligarquización obedece, entre otras cosas, a intereses de supervivencia institucional, al grado de negociar políticas públicas contrarias a sus representados y alcanzar compromisos políticos oscuros con fuerzas antagónicas, que les garantizan potenciar su desarrollo y viabilidad financiera, sin importarles el rechazo y la condena social.
Los partidos, como aparatos de Estado, se han convertido en élites con cada vez menor estructura real dentro de los movimientos y la sociedad, su institucionalización extrema los ha llevado a renunciar a sus orígenes de lucha y sus banderas. Son acomodaticios e invariablemente saben ajustarse al calendario electoral, su papel no es del de generar cultura de participación ciudadana que democratice el debate sobre los temas sociales y las leyes, para hacerlas más próximas y relevantes para todos, sino el de reforzar y reproducir –con distinto color- al sistema. Qué lejos están estos “representantes” de propiciar una política de iguales, donde el ciudadano se sienta copartícipe en el diseño y ejecución de las políticas públicas y reconozca a la política como la vía privilegiada de la organización social.
Todos los partidos son sectarios de origen, se deben más a sus intereses burocráticos y a los de los grupos de presión (la Iglesia, los empresarios, los sindicatos y las mafias de todo tipo) que a los movimientos sociales. No todos los intereses legítimos están representados en ellos ni todos son rentables para su causa, por eso no nos debe de extrañar la ausencia de éstos en las calles o en las universidades, a donde se ha trasladado la protesta y los debates de los grupos excluidos. Su terreno está en el parlamento y los medios, la cancha donde negocian –como buenos jugadores de oposición- la instrumentación de las políticas dictadas desde los centros de poder trasnacional.
En las cámaras se legisla la forma sin cambiar el fondo, se nos coloca a los ciudadanos en la disyuntiva de estar con el PRIAN o con el FAP, y no ante la tarea de generar mecanismos que devuelvan la política pública a los espacios legítimos que representan las organizaciones civiles, donde se pueda deliberar libremente la conveniencia o no de la política del gobierno. La vida parlamentaria no es ya la expresión de la opinión pública, sino la constatación de que el poder se fortalece si se fortalecen los partidos como mecanismos de control.

La política es dinero. En esta lógica, la defensa de los intereses de la mayoría no basta por sí misma para asegurarle a los partidos una plataforma financiera que les posibilite la movilización de recursos, con los que más tarde puedan movilizar votos; los partidos de la izquierda y de derecha dependen de los dineros públicos y a esta condición se debe el abandono no sólo de las contribuciones económicas de los militantes, sino la pérdida de la militancia misma, entendida ésta como la expresión de una conciencia social comprometida.
La acción política desinteresada ya no existe, la actividad política tiene precio y dueño, todo está marcado por el dinero y el dinero corrompe, no genera ideas ni debate, crea jefes y mafias, promueve a trepadores y forma una élite que mientras más recursos maneja, más control sobre el aparato tiene, y quien controla el aparato lo domina todo. Si no, pregúntenle a los chuchos, esa vieja clase stalinopriísta que se reclama moderna, que con la ayuda del aparato de Estado y de los medios, terminó por derrotar a un partido que nació de las grandes movilizaciones sociales y de la confluencia de naufragios y oportunismos nunca reconocidos.
La institucionalización asumida como única estrategia ha convertido a los partidos políticos de izquierda en testigos de palo de los movimientos sociales, su agenda pactada con el poder es demasiado estrecha como para dar cabida a esas luchas, por lo que se limitan a recomendar la calma o a condenar lo que ocurre en las calles. La dinámica institucional los ha llevado a tener un diálogo antidemocrático con el pueblo. Los diputados se presentan como tutores y no como representantes electos, ellos “saben” lo que hay que hacer: conducir la cosa pública “no es para cualquier persona”. Este divorcio o autismo provoca, una vez que termina el proceso electoral, que se rompa la liga entre electores y elegidos para dar paso a una relación autoritaria de poder entre gobierno y gobernados. Los partidos nacen del poder y se deben a él, juegan un papel importante para su organización en la sociedad: la dividen, la confrontan y la usan.

No les importa que muchos, con un espíritu comunitario y democrático, estén cuestionando el voto como única acción política de las ciudadanos y reclamen una participación más amplia en el diseño, gestión, y control de las políticas públicas. No quieren oír el ya basta de la gente, que reclama ampliar la acción ciudadana para conquistar más espacios en lo administrativo como en lo político, con miras a crear un gobierno compartido y dejar atrás la cultura priísta que nos obligó a delegar en los representantes el destino del país y de nuestras vidas, arrebatándonos el derecho a la plena ciudadanía. Por eso no consideran necesario incorporar en la Constitución figuras de participación popular como el plebiscito, la consulta, el referéndum y la revocación de mandato, mecanismos que nos permiten vigilar y limitar los poderes de las cámaras legislativas y de los partidos, como garantías de una vida democrática.

Frente a su impopularidad y pérdida de consenso, los partidos miran pasivos cómo la ciudadanía está fortaleciendo su participación y reconstruyendo autónomamente su tejido social básico. Los ciudadanos construyen con sus luchas diarias un concepto distinto y amplio de democracia que reconoce que ésta no es posible si hay desigualdad, atraso, discriminación, fragmentación étnica, de género y de clase, violación de los derechos humanos y la existencia de presos y desaparecidos políticos. La riqueza de este abanico de movimientos se expresa en la pluralidad de sus visiones e intereses compartidos, que se refleja en la variedad de expresiones rebeldes y multiculturales que quieren construir su futuro, donde muchos de ellos retoman la experiencia zapatista de la autonomía para todas las comunidades, indígenas o no.
Reconocer la diversidad de los grupos sociales debiera ser tarea urgente de los partidos, con ello dejarían atrás el autoritarismo parlamentario con el que legislan desde el centro del poder y desde afuera de los movimientos; dejarían de hacer tabula rasa de lo distinto, para dejar de entregarnos –como lo hacen- leyes y políticas injustas y nada representativas.

No hay que olvidar que los avances democráticos más importantes del país se deben a las luchas que han dado los movimientos sociales desde antes del 68 estudiantil hasta el levantamiento zapatista. La reforma electoral más importante de nuestro tiempo, la de 1996, se debe en primera instancia al clima de reflexión y movilización que generó la presencia del EZLN, que cimbró las estructuras caducas de los partidos y renovó ante la sociedad el concepto de la política como dignidad.
Los partidos han dejado de ser el instrumento de cambio de la sociedad, han abandonado su papel de abogados de las causas sociales, dejando a los medios el campo libre para organizar y formar opinión. Sin intelectuales ni medios de comunicación propios, los partidos de izquierda no ofertan nada que no sea una imagen acartonada, falsa, con un lenguaje suficientemente ambiguo como para no ofender a nadie y tratando siempre de ganar el centro, de conquistar a la derecha sin perder su base de izquierda, un camaleonismo que no educa a nadie y que sí provoca desconcierto y frustración.
Los medios a diferencia de los partidos, no se andan con medias tintas, además de convertirse en el árbitro de la plaza pública, se han erguido en fiscales, jueces y lúcidos “analistas” de las causas sociales, haciendo de su papel como informadores de radio y televisión un espectáculo denigrante. Su “agudeza intelectual”, descubre rápidamente al “maloso” de la escena, el que porta un machete, un pasamontañas o a un vendedor ambulante, un campesino que mata o es asesinado, un joven que roba y se droga; en su “análisis” no hay causas ni razones que valgan, “todos son delincuentes, están violando el estado de derecho (su frase favorita) y hay que aplicarles la ley”

Son grotescos y ofensivos, su poder consiste en la capacidad para destruir personalidades y someter a ciudadanos y políticos con cuestionamientos e interrupciones que rayan en la grosería. Un ejemplo de esto es el programa conocido como “Tercer Reich”, dedicado a golpear al Peje, al PRD y a toda la oposición al sistema. La falta de leyes y autoridades que protejan la libertad de prensa y de expresión de los ciudadanos hace posible programas como éste, donde no se permite el debate real ni tampoco el derecho de réplica. Este “ojo orwelliano” está hecho para golpear y destruir todo intento por democratizar la vida del país, así como para orientar la agenda de los demás medios.
Así transcurre la realidad política en este país, son Televisa y su par, y no los partidos ni la ciudadanía, ni los poderes legislativo y judicial, quienes tienen un peso fundamental en la vida nacional, la política no sólo se transmite mediante los medios sino que se hace a través de ellos, depende de su aparición en la pantalla que un movimiento, manifestación o declaración política exista.
Ellos son el verdadero actor que traza los mecanismos de diseño implementación de lo que es la “democracia”, el verdadero partido social que se disputa la voluntad y la conciencia ciudadana.
Frente a esta manipulación, la democracia y sus adjetivos devienen en vil demagogia, en espectáculo y mercancía. La fuerza de los medios impone ritmos inéditos a la política que cuesta cara pero que vale la pena con tal de salir en la tele como oferta de supermercado: bonito y políticamente correcto. La televisión lo rige todo, encapsula la realidad y la presenta fragmentada en un flujo continuo de imágenes, unidireccional descontextualizado, sin tiempo para el asombro o la reflexión; pura imagen y discurso difuso, cosmetología que pretende atenuar las tensiones agudas del México de abajo que están por romper la vitrina que resguarda a esa democracia sin pueblo de la que habla Duverger. Son millones que se preguntan qué hacer frente al hambre, el desempleo, el cambio climático y las enfermedades que los obligan a emigrar o a venderse al mejor postor.
Los medios son como los políticos, mienten acerca del empleo y de los salarios, difunden la información nacional e internacional a su antojo, nos revelan la realidad mediante imágenes a modo que van de lo grotesco a lo sublime, de la burla al cinismo, de la ofensa a la descalificación, según convenga. Como en una serie de televisión, nos muestran la danza de la muerte que recorre el país en la lucha contra el narco, morbosos repiten las imágenes de decapitados y cuerpos encajuelados brutalmente torturados como queriéndonos enfermar de miedo. Sin embargo, éstas no son lo suficientemente convincentes como para no dejar de ver la manipulación y la mentira de esta guerra, que tiene como fin abrir las puertas al militarismo gringo asentado en el territorio latinoamericano aún más que durante la guerra fría.

En fin, la democracia que tanto pregonan es frágil, no resistirá la severidad de los problemas económicos y sociales que hoy enfrenta. La situación es muy delicada, el poder pretende extender la guerra que hoy vivimos contra los cárteles hacia los pobres, criminalizar sus luchas, acusarlos de desestabilizar al país y aplastarlos. Todo esto con la complicidad de los partidos y los medios que ya se aprestan a repartirse el botín electoral en el 2009.
La caldera está hirviendo. ¿Cuándo explotará esta farsa?

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