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Impunidad

Por Carmen Aristegui

La teoría dice que la razón principal para la existencia de un Estado radica en garantizar la seguridad, la vida y los bienes de las personas. Eso justifica que sea, precisamente, el Estado quien detente una serie de mecanismos legales y de autoridad frente al ciudadano, que incluyen el monopolio de la violencia, que se ejerce a través del Ejército y de las instancias policiacas. Cuando eso ocurre, la sociedad tiene la certeza de que si se comete un delito será sancionado y, en su caso, el daño resarcido. Todo se debe al funcionamiento de marcos legales, administrativos y operativos que permiten identificar el delito, procesar la investigación, demostrar culpabilidades, sancionar a responsables y resarcir a las víctimas a partir de procesos de justicia claros y expeditos. El establecimiento de penas suficientes, pero sobre todo la eficacia en su aplicación, resulta vital para inhibir las conductas y las inclinaciones delictivas de otros individuos que forman parte de esa sociedad. Cuando todo es así, estamos ante el verdadero cumplimiento del pacto fundacional de las sociedades. Las autoridades son autoridades y los infractores, delincuentes y criminales, son perseguidos y sancionados y, en casos graves, sacados del circuito de la convivencia social libre y confinados en las cárceles. En ese mundo ideal, los delitos no quedan sin castigo y las personas se sienten seguras y protegidas.
Existe el otro extremo. Cuando los aparatos del Estado entran en descomposición y lo que domina es la ineficacia y la corrupción. La violencia se reproduce y es también ejercida, a gran escala, por grupos y organizaciones criminales. Cuando se llega al punto de que un Estado no es capaz de valerse por sí mismo ni de garantizar la seguridad y la vida de la gente, el concepto de autoridad se resquebraja y se ingresa a una dinámica depredadora. Se entra en espirales de desorden, de ineficacia, corrupción y violencia que dejan a los ciudadanos en verdadero estado de indefensión. Los delitos no se castigan y los incentivos para delinquir se multiplican. En Naciones Unidas se habla de un Estado fallido, cuando el panorama es extremo y el concepto de Estado es prácticamente inexistente. Se han dado casos en donde las masacres desatadas, la barbarie y la inoperancia de los sistemas de justicia son de tal tamaño que los organismos internacionales han llegado incluso hasta la intervención.
No creo que México haya llegado al límite de tener que ser considerado como un Estado fallido del todo, pero habrá que inventarse un concepto que defina en qué punto de descomposición se encuentra el entramado institucional y operativo de los poderes de la República. Por lo pronto, la impunidad rampante en México se convierte en el retrato vivo de un Estado trastocado.
Estudios de diversos especialistas indican que: 85 por ciento de las víctimas no acuden a denunciar los delitos; 99 por ciento de los delincuentes no son condenados; 92 por ciento de las audiencias en los procesos penales se realizan con la ausencia del juez; 80 por ciento de la población considera que los jueces se pueden sobornar; 60 por ciento de las órdenes de aprehensión no son cumplidas; 40 por ciento de quienes están en las cárceles no han recibido sentencia condenatoria (investigación de Ernesto Canales).
Otros estudios, como los de Guillermo Zepeda, indican que la posibilidad de que el presunto delincuente comparezca ante la autoridad judicial, independientemente de si es condenado o no, es de 3.3 por ciento, es decir, un rango de impunidad de por lo menos 96.7 por ciento de los casos. Se dice fácil: 96.7 por ciento. Imposible olvidar la cifra. Eso lo explica casi todo. Ya pueden pedir cadena perpetua o hasta la pena capital si quisieran pero, ante este panorama de ineficacia e impunidad casi total, no queda sino la demagogia.
El indignante caso del joven Martí se ha convertido en detonador de una movilización social importante. Es el caso de quien tiene nombre y apellido y que pudo capturar la atención de las esferas más influyentes del país. El reclamo social y mediático debe incluir también a las miles de muertes anónimas, levantones y secuestros que han marcado la vida del país. Vale recordar para eso a Leoluca Orlando, el legendario alcalde de Palermo que abatió a la mafia siciliana: "La criminalidad tiene manos, tiene corazón y tiene mente; lo uno son las armas, la violencia física, el brazo ejecutor; lo otro es la sangre financiera, el dinero que la mueve; y la mente es la disposición subjetiva, el ánimo de la sociedad que la enfrenta... cuando el crimen logra que la sociedad se acostumbre, cuando logra que no se indigne, que no aparezcan sus fechorías en el debate público, entonces ya no son una cosa externa sino parte de la misma sociedad". Más nos vale no olvidarlo.

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