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Carta a mi celosa consentida

A ti, mi celosa consentida. A ti, la de la hermosa estampa y los alegres colores del alma bien nacida. La de los mil tamaños, la de las mil reproducciones. La de los millones de corazones.
Quiero dedicarte estas palabras para que sepas que entiendo por qué cubriste tu belleza de los ojos impíos. Te comprendo perfectamente bien, soberbia dama. Las de tu clase tienen en alto precio su dignidad y no se ofrecen a la insaciable sed de los ultrajadores de poca monta. Ojalá hubieran podido hacer lo que tú las mujeres de Atenco, quienes siendo igualmente dignas y de alegres colores, no pudieron evitar ser mancilladas ¿qué se podía esperar si todo fue malignamente premeditado, ejecutado con todo lujo de belicismo, y ahora hasta celebrado por los indignos impartidores de (in)justicia?.
Los agresores son los mismos que intentaron hacerte jirones para su particular placer pervertido, pero tú, tan alto, tan alto –como dice la canción de mi paisano el de Dolores- te fue más fácil que a ellas negarles tu belleza.

Naciste un 24 de febrero de 1821. Como todos los niños, naciste algo fea, aunque poco a poco han ido apareciendo tus rasgos soberbios.
Naciste con la cara chueca, en diagonal, y unas espantosas estrellotas como adornos de chamaca emo. Pero qué podíamos esperar, si esos arreglos te los mandó hacer el primer traidor a la Patria, el emperador de opereta Iturbide. Yo no confío en el buen gusto de los panistas, baste recordar la indumentaria del burro parado, o los sacos verdes aguadotes y la gorra hasta las orejas –como su ídolo el chavo del 8- del enano.
Sin embargo tus colores ya eran de suyo armoniosos y galantes. Combinas en ellos la sobriedad de los inteligentes y la alegría de los nobles. No estás seca, con cara de muerta fresca, como tu vecina la del departamento de arriba; las rayas de su vestido sólo remiten a los barrotes de una cárcel. Tampoco eres chillonamente estridente como las festivas vecinas del departamento de abajo, que aunque bien nacidas como tú, pues la verdad como que no saben combinar sus trajes.
Digo, aunque seas mi consentida, a cada quién lo suyo…y lo tuyo es muy tuyo. Creo que hasta un concurso de belleza ganaste, pero no me meteré en eso, porque tu merecido premio pretenden capitalizarlo los mismos que intentaron ultrajarte, como viles padrotes de baja estofa.

Tu cara es la más luminosa y la más bella. Tienes en ella un símbolo milenario. El águila es el sol, lo seco, lo masculino, la guerra. El nopal donde está parada, es el árbol de la vida, el axis mundi, de donde parte el universo. El nopal, la planta que define a tus hijos, brota de una peña emplazada en el agua.
El nombre de tu altar eso significa, Tenochtitlan: Tetl=piedra; Nochtli=nopal; tlan=lugar “En el lugar donde el nopal brota de la peña”
El ave guerrera lleva en el pico una serpiente, que no significa lo negativo, eso es simbolismo cristiano, muy simple en comparación con los conceptos cosmogónicos desarrollados por los que forjaron tu rostro. La serpiente es lo húmedo, lo terrestre, lo frío, lo femenino. Juntos simbolizan la unión de los contrarios, origen de todo lo existente en el Universo; y están encaramados en el nopal recamado de tunas, las tunas-corazón, el alimento del Sol; ofrenda del guerrero para que el poderoso astro siga presidiendo el orden de lo Creado.
Toda tu faz es una apología del Orden Universal; tu majestuoso rostro fue forjado por los que conocieron el mundo a través de la templanza del guerrero, de la serenidad del sabio, del fatalismo del que no le teme a nada.
Tu rostro es un símbolo dentro del símbolo, porque también en él podemos leer tu calidad de mestiza: los descendientes de quienes forjaron tu rostro envolvieron delicadamente la preciosa alegoría indígena representada en el códice Mendocino, entre ramas de olivo y laurel, emblemas grecolatinos del honor y de la victoria. No pudieron buscarle asiento más exquisito a tu fino semblante.

No obstante su belleza, tu faz ha sufrido por los caprichos de los ocurrentes en turno: le han puesto adornitos en la cabeza a la Noble Guerrera, que si ridículas coronitas para hacerla parecer catrincillo mamarracho; o gorritos frigios para forzarla a que diga “democracia” cuando desde su nopal, ve perfectamente bien que no es cierto, esa palabra todavía es tan desconocida para nosotros como para ella el mundo sin su serpiente.
Y hablando del simpático ofidio, también con él han arremetido. A los mochos vendepatrias de los tiempos de Juárez les pareció que era mejor que estuviera del lado derecho. A los patriotas que del izquierdo.
El asunto no para ahí, hasta con el glifo del agua que está debajo de la piedra se han querido meter. Los mochos vendepatrias de los tiempos de López Obrador dicen que tu vestimenta también es azul, sólo porque el glifo del agua ostenta ese color.
Pero no, no eres azul, y a los patriotas de ahora nos gustas como eres, colorida, soberbia, elegante, milenaria. Sin ese frío color que nomás usa tu cruel vecina en su traje de barrotes. Ese color es el de los calculadores, el de los egoístas.

Cuando te llevamos el 15 de septiembre al verdadero Grito, parece que sonríes; vas al aire luciendo tu sobrio cachete verde, tu sereno rostro y tu alegre cachete colorado. Ondeas como la buena moza que se sabe bella y se contonea por la calle, feliz y despreocupada, sin vergüenza de ser quien es.
Cuando te vemos con los otros, los que van por costumbre al grito que no es Grito, extiendes tu cachete colorado como queriendo saltar a nuestro pedazo de Zócalo, te ves como el festejado en un ágape de extraños, como un Cristo en misa de Norberto “¿Qué el motivo de este guateque no era yo? ¿Entonces por qué los anfitriones son mis peores enemigos? ¿Y dónde están los regalos que me honren?”.
Cuando te llevamos en las marchas, los bloqueos o las asambleas, nosotros y tus otros hijos, los de otras trincheras, los de las barricadas o los municipios autónomos; pareces orgullosa de estar en nuestras manos. Creo que hasta eres la primera en saltar a la bolsa de la familia que va a la asamblea, la primera en encontrar lugar en el frente de la barricada, la más contenta de estar en una ceremonia cívica en la profunda selva autónoma.
Cuando te vemos en las espaldas de un boxeador de las televisoras, o mojada y lodosa entre los borrachos que celebran un partido de futbol, tienes cara de esposa de alcohólico: con el seño fruncido y cara de resignación. Sólo esperas que la jauría se quede dormida y deje de manosearte para irte a descansar.
Te molesta sentirte trapo, accesorio de festejo ramplón. Aquello que agitan y presumen, pero que no aman dizque porque está pasado de moda amarte; sólo los pendejos o los cursis lo hacen.

Contigo, sí soy algo cursi. Y si quererte es algo propio de pendejos, bienvenido el calificativo. Me gusta verte ondear en donde quiera que te encuentres, me doy permiso de admirarte unos segundos, de recrear la mirada con tu viveza cromática mientras reflexiono en los profundos conceptos que residen en tí. En la historia detrás de tu estampa.
No sé si ejerzas la misma fascinación entre tus demás hijos. Creo que entre los que considero hermanos sí: no se ponen de acuerdo en cuanto a qué y quiénes son la izquierda, pero me parece que todos se embelesan con tu movimiento cuando hace viento.

Me gusta recordarte en el techo de una casa pobre, en la sierra oaxaqueña. Esa vez ondeabas a todo lo que da mecida en los vientos de noviembre: de fondo tenías un cielo vespertino gris, unos imponentes cerrototes cafés, los rayos del sol poniente daban en todo tu cuerpo…eras una misma con la tierra a la que representas.
También me gusta verte rodeada de tus compañeras en el Cervantino. Durante la Fiesta del Espíritu, a la entrada de Guanajuato se colocan todas las banderas de los países visitantes. Las hay feas, bonitas, de rayas, parejas, de franjas, de diagonales, con águilas, con leones, con machetes, con soles o sin escudos…pero siempre eres tú la que más destaca. Eres increíblemente armoniosa: tus colores guardan equilibrio entre sí y son los adecuados para tu rostro, único entre los demás rostros.
Me gusta recordarte repetida centenares de veces en azoteas llenas de macetas, lavadoras, perros, cachivaches y compartiendo el aire con algún estandarte del América, del Atlante, de Chivas o de Pumas (aquí entre nos, creo que te llevas bien sólo con la de Pumas) allá por el Peñón de los Baños, mientras descendía el avión a las pistas del Aeropuerto Internacional BE-NI-TO JUÁ-REZ (deletréenlo bien panuchos).
Eso eres, el campo y la ciudad. La mancha urbana, las manos que trabajan, la milpa y el sol. La lucha diaria de los mexicanos por seguir siéndolo; que los sigas cobijando tú y sólo tú. No nos gustan los trapos con estrellas ni los escudos de reyes pitifloritos.

Hay un lugar muy especial donde más me gusta verte ondear libre: es en el Zócalo de México, a unos metros del Huey Teocalli de Tenochtitlan, el lugar mítico donde tu rostro se mostró a los forjadores de esta tierra, tú tierra. Ahí te sientes a tus completas anchas, y si uno se para en la Avenida 20 de Noviembre, estás antes que la Catedral, como diciendo: “yo soy; antes que el credo de cada quién, yo soy, porque eres en mí”. Si se para uno en Madero, estás antes de Palacio Nacional, como diciendo “yo sobre del Poder, yo soy antes que el Poder, tú eres antes que el Poder”.
Si se para uno bajo tu asta, simplemente se siente protegido, majestuoso, grande. Digno heredero de un gran pueblo: el pueblo mestizo que nunca ha dejado de luchar por su libertad. Ahí es donde más me gusta verte y hasta es fácil creer el mito de Juan Escutia, el chamaco que se suicidó contigo como mortaja, antes que caer preso de los gringos y dejarte en sus asquerosas manos…asustado, solo, acorralado, desesperado porque no había manera de contener el avance del invasor; pues cómo no iba a elegirte de mortaja, cómo no le ibas a inspirar deseos de salvarte muriendo con honor. Pobrecillo, espero que esté contento su fantasma vagabundo en las noches de la Ciudad, viéndote otear en el alcázar desde el que se aventó, en las calles, en las casas, en los edificios públicos, en las plazas y en nuestras manos.
Bueno Sublime Dama Tricolor, sólo quería decirte que te quiero mucho, y que entiendo por qué te enroscaste cual niña caprichosa y consentida –mi consentida- en el sainete del pelele ¿cómo esperan que un lienzo tan hermoso no tenga celo de sí mismo? A esos quienes se postran ante rayas, estrellas y escudos reales de ultramar, los castigas con tu desprecio, no son dignos de ser recreados con tu hermosura.

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