David Ibarra
El mundo y sus mercados se adentran en una fase de transición energética, hermanada al imperativo de combatir el calentamiento global y otras calamidades ecológicas. Independientemente de la vertiente tecnológica que resulte dominante en el futuro, la principal ventaja comparativa nacional seguirá residiendo en el aprovechamiento de recursos energéticos abundantes, petroleros principalmente, pero también solares, eólicos, biológicos, geotérmicos o de las mareas. Al propio tiempo, la explotación de los hidrocarburos ha creado histórica y funcionalmente interdependencia estructural con el desarrollo nacional y las finanzas públicas, que difícilmente encontraría sustituto, aparte de constituir un camino de especialización en que, con tropezones, ya ha avanzado el país. Concebir e instrumentar una estrategia energética sana no es independiente del esfuerzo de reconstrucción de Pemex. Privatizar el petróleo a fin de que el gobierno deje de ordeñar a Pemex es, en el mejor de los casos, una justificación deleznable.
En consecuencia, con la reforma energética se plantea una problema de valor central a los intereses nacionales, que no debe verse como un dilema de corto plazo por más que las repercusiones del receso de la economía norteamericana (2008) y el deterioro de Pemex presionen por echar mano de expedientes desesperados.
El punto de partida de la estrategia energética de largo plazo no puede ser otro que considerar a Pemex y a la CFE como los puntales que marcan las fronteras y alcances del usufructo de la principal ventaja comparativa de la economía y del desarrollo de actividades alimentadoras y alimentadas por el propio sector energético. En ese sentido, habrá que fijarles objetivos relacionados con el desarrollo del comercio exterior, la estabilidad del mercado cambiario, el abasto interno de energéticos, la industrialización y sobre todo el alargamiento de las cadenas de valor agregado y empleo en varios sectores conexos de la producción nacional.
El recobrar del papel del sector energético como pivote, y no rémora del desarrollo, supone revertir gradualmente las relaciones de subordinación con las finanzas públicas. Por largos años, los ingresos de Pemex y la CFE se usaron como renglón de ajuste del presupuesto público y sostén del régimen de bajos impuestos, sin importar las consecuencias destructivas sobre la microeconomía de ambas empresas.
En tanto empresa, los objetivos medulares se asocian a la optimización de utilidades, eficiencia productiva, competitividad e innovación endógena. Cuando se critica el incumplimiento de esos parámetros por Pemex, se pasa por alto que el gobierno le obliga a satisfacer metas contrapuestas predominantemente de control macroeconómico. Al tornarse crónica la dualidad esquizofrénica de funciones, resulta sacrificado tanto el desarrollo productivo de Pemex, como sus fuerzas internas propulsoras de la modernización e innovación endógenas. El abandono de la petroquímica y de la refinación, los avances privatizadores parciales, el outsoucing exagerado de servicios, el desmantelamiento del Instituto Mexicano del Petróleo, el financiamiento de la inversión con Pidiregas (Proyectos de infraestructura con Impacto DIferido en el REgistro de GASto), la multiplicación de los controles burocráticos, son otros tantos factores que merman medularmente la eficiencia y la competitividad de Pemex.
Las energías de la empresa se desgastan en negociaciones tributarias, de inversión y de precios, en llevar la contabilidad doble –empresarial y de presupuesto público-, en satisfacer los complicados e ineficientes requisitos de los concursos públicos del gasto y en otras tareas típicamente burocráticas. En la actualidad es difícil delimitar si el obstáculo inmediato al desarrollo petrolero sigue estando en los controles hacendarios a la formación de capital o en la mermada capacidad interna de concebir y ejecutar programas y proyectos de inversión. En síntesis, los márgenes financieros aprovechables no sólo servirían al propósito de acrecentar la inversión petrolera, sino de dar tiempo a la reconstrucción interna de Pemex.
Hasta ahora no se ha establecido un sistema de precios de transferencia que maximice las utilidades a lo largo de las cadenas de valor agregado y que aliente a las producciones industriales conexas. Esas prácticas se suman a las múltiples rigideces macroeconómicas para explicar las enormes pérdidas en Pemex-Refinación, el cierre de la industria de fertilizantes o la importación masiva de productos elaborados en el exterior.
Por eso, el debate sobre la reforma energética en lo que toca a Pemex, más que gravitar obsesivamente en torno a su posible privatización parcial o total, debiera centrarse en la eliminación de los obstáculos que estorban su remozamiento y desempeño como consorcio de clase mundial, y como fuente de ingresos volcada al desarrollo interno. Incluso, se esgrime políticamente la tesis falsa de tener que comprimir el gasto social a fin de acrecentar la inversión en Pemex. Ya no basta haber despojado por entero a Pemex de las rentas petroleras, se quiere, ahora, arrebatarle ex ante las que produzca en el futuro.
Por eso, es imperativo alterar normas jurídicas y reglamentos a fin de otorgar a Pemex autonomía de gestión, siguiendo la pauta del régimen concedido al Banco de México. Ello significaría avanzar simultáneamente en varios frentes. De un lado, segregar a Pemex del presupuesto federal –como se ha hecho con Nacional Financiera-, esto es, liberarla de las rigideces presupuestales nacionales o internacionales que regulan el gasto y el endeudamiento gubernamental desde una perspectiva macroeconómica.
Sólo así podrá manejarse con criterios de rentabilidad, eficiencia y competitividad como cualquier otro consorcio inserto en los mercados globalizados. Pemex ganaría agilidad en la toma de decisiones al no quedar sujeto a los trámites y autorizaciones prolongadas, costosos e innecesarios. A la empresa y al consejo de administración se les juzgaría y evaluaría por resultados y no por la sujeción a numerosos controles burocráticos ex ante. Al propio tiempo, las autoridades monetarias y financieras tendrían que asumir el costoso político íntegro de sus políticas y decisiones, en vez de transferirlo cómodamente a Pemex.
De otro lado, la autonomía de gestión implica redefinir los nexos de Pemex con el sistema impositivo y el erario. En principio habría que poner coto a la transferencia abusiva de recursos al fisco federal, a la par de modificar un régimen tributario, complicado, expoliatorio y opaco, al punto de viciar el cálculo económico de la empresa y de las propias finanzas públicas. Una forma de simplificar el régimen de impuestos podría consistir en incorporar a Pemex al régimen general del Impuesto Sobre la Renta y fijarle regalías conforme a prácticas internacionales aceptadas.
El Estado, en tanto dueño único, podría obtener, vía el reparto de dividendos, ingresos adicionales. Así evitaría, hasta donde sea posible, dados los precios internacionales, el riesgo de que el fisco sufriese caídas demasiado abruptas en sus ingresos, sobre todo en el período inicial de transición al nuevo régimen.
Lo anterior requeriría de acciones y decisiones complementarias incorporadas a la estrategia de desarrollo energético y a la reforma sectorial. Habría que fijar objetivos prioritarios de reconstitución de reservas y en torno a otras metas correctoras de los deterioros productivos o promotores del desarrollo de las cadenas de valor agregado. De aquí surgen compromisos ineludibles de inversión y de reorganización administrativa, asociados a metas de producción interna y de comercio exterior que habrían de ser respetadas por las autoridades y convalidadas por el Congreso de la Unión.
A fin de facilitar el tránsito hacia el nuevo régimen petrolero, también sería indispensable reconstruir cuanto antes el patrimonio perdido de Pemex, sea mediante un aumento de capital o la asunción de sus pasivos por parte del gobierno federal. Al propio tiempo, conjuntamente el Poder Ejecutivo y el Banco de México debieran usar los recursos y los márgenes de maniobra con el propósito de aliviar en el tiempo las restricciones impuestas al sector petrolero.
En rigor, más que seguir malbaratando empresas y activos existentes, lo que demanda imperativamente el país es construir los eslabones faltantes en la matriz de la producción. El atractivo fundamental a la inversión local, y sobre todo, a la extranjera, son mercados en expansión y la multiplicación de las oportunidades de emprender nuevos negocios. El camino de la extranjerización de empresas privadas o públicas es senda que pronto tiende a agotarse e induce a canalizar los flujos de ahorro externo hacia fines alejados de la inversión –compra de papeles de renta fija, dadas las tasas internas más elevadas de interés-, sin mayor efecto sobre el empleo, tal como viene ocurriendo en la actualidad.
Las acciones de las secretarías de Hacienda, de Energía, del Banco de México, de Pemex e incluso de la CFE, en vez de parecer diseñadas para países distintos y perseguir finalidades disímbolas o contrapuestas, debieran coordinarse, darse apoyos recíprocos, en beneficio de la reconstrucción de las instituciones y estrategias del sector de la energía y de la eficacia de las políticas públicas.
Dentro de ese esquema, las responsabilidades del gobierno y, en particular, de la Secretaría de Energía y de la administración de Pemex, no serían menores. Tendrían que diseñar e instrumentar programas integrales de remozamiento del sector energético, de reconstrucción de las capacidades internas de planeación, evaluación y control de proyectos, de seguimiento de la evolución y adaptación a los cambios tecnológicos y mercados mundiales. Vale mencionar también que Pemex, conjuntamente con la Secretaría de la Función Pública y la Auditoría Superior de la Federación, debieran emprender una campaña coordinada de combate a la corrupción y el despilfarro, con agendas concertadas con el sindicato para proteger los derechos de los trabajadores, evitar las contrataciones excesivas y convenir métodos e incentivos sistemáticos de aumento a la productividad.
Una última observación. Ya la reforma energética parece políticamente encarrerada en dirección poco deseable. Así se manifiesta en las reiteradas campañas publicitarias que justifican la inversión privada en el sector petrolero sobre la base de culpar de todos los males a la administración de Pemex y a su sindicato, eludiendo abordar las verdaderas responsabilidades en la gestación de los problemas. Son poderosos los intereses en juego, las presiones de los poderes fácticos y el arrinconamiento de Pemex. Ojalá haya tiempo de pensar y debatir con verdad dónde se encuentran los verdaderos intereses nacionales, en vez de seguir esclavizados por ideologías irrealistas y periclitadas. El director de Pemex tiene las encomiendas, casi imposibles de satisfacer, de preparar los planteamientos estratégicos, impulsar la reconstrucción de Pemex y revertir, con verdades y acciones, la leyenda negra de la organización petrolera nacional, así como refrenar la cortedad de miras o el entreguismo de algunos partidos políticos.
Quizás transformar a la Sener en un Consejo Nacional de Política Energética, con participación, pero con independencia del gobierno, no estaría fuera de orden. Permitiría debatir democráticamente, en un espacio genuinamente público, las vertientes estratégicas, las opciones y los problemas de la reconstrucción aplazada del sector energético. La democracia a veces requiere de la incorporación ciudadana abierta.
No se trata simplemente de salvar al Pemex simbólico, sino de salvaguardar el verdadero interés nacional, de evitar que en aras de la supuesta superioridad de los mercados internacionales, se entreguen recursos y se cierren avenidas al crecimiento propio. Se trata también de poner orden en un manejo peculiar de la macroeconomía que exige de la destrucción o venta de las mejores empresas mexicanas públicas o privadas, mientras la producción y el empleo del país se debaten en una especie de cuasi-estancamiento crónico.